domingo, 27 de noviembre de 2011

Rue du Départ 26


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texto a cargo de Federico Calabuig
collage a cargo de lady Crucigrama


Mi abuelo murió cuando yo era muy pequeña y tengo pocos recuerdos de él… de hecho, sólo uno: recuerdo su imagen, algo distorsionada, buscando en la librería del salón un ejemplar de la primera edición de Madame Bovary, la que tiene una cacofonía en la primera hoja y que, según dicen, causó el desmayo de Flaubert que había revisado el libro un centenar de veces antes de publicarlo. Esta pequeña anécdota ha significado mucho en mi vida, por eso he pensado que, mejor que con una cacofonía, tengo que empezar mi historia diciendo algo como…

Me llamo Emma Bovary. Sí, lo se… parece una broma. Pero no. Soy descendiente directa de la Madame Bovary que Flaubert conoció y sobre la que escribió. De ella he heredado los ojos marrones, el gusto por las novelas románticas, la afición al piano y la facilidad para enamorarme de señores con dinero. Hablo fluidamente francés, aunque yo sea inglesa. Mi tatarabuela Berthe, hija de Emma y Charles, tuvo que huir de Francia rumbo a Inglaterra cuando era joven porque los paparazzi de la época acampaban en la puerta de su casa, imagino que es el precio que tienes que pagar cuando tu madre es un reconocido personaje literario, ligera de cascos, llena de deudas y suicida. Desde pequeña he estado obsesionada con vivir en París y buscar el rastro de ese antepasado literario con el que comparto nombre, pero se me torcieron las cosas. Rondaba el año 1984 cuando pisé por primera vez la Gare D’Austerlitz. El calendario marcaba 20 de noviembre y el suelo de París era una alfombra de hojas secas. Hacía frío y me subí un poco el cuello de mi abrigo con hombreras, mientras observaba como en una tienda de electrodomésticos Madonna cantaba Like a virgin multiplicando su imagen en una veintena de televisores. Tras un pequeño viaje en metro llegué al número 26 de la rue Du Départ, mi nueva casa. La portera, una señora gruesa de vestido de flores y pelo blanco recogido en un moño, me recibió comunicándome una noticia que me pasó desapercibida en un primer momento pero que marcaría el resto de mi vida en París: en el piso en el que iba a instalarme vivieron, muchos años antes, los pintores Diego Rivera y Angelina Beloff. Las primeras semanas no ocurrió nada extraño. Disfrutaba de cada rincón, paseando, observando, respirando… y comiendo macarons de colores. Pero una mañana pasó algo inexplicable. Rebuscando una zapatilla traviesa que se había escondido debajo de la cama noté algo extraño. Miré y allí estaba ella, con sus flores en la cabeza, su entrecejo y su traje típicamente mejicano… era la mismísima Frida Kahlo. ¿Qué hacía su espíritu en la casa que compartieron Diego Rivera y Angelina Beloff, su primera mujer? La miré. Ella me miró. Grité. Ella Gritó… y cuando las dos nos calmamos me dijo: “siempre quise volver a París”. A lo que yo contesté: “Siempre quise conocerte, pero podías haber llamado al timbre”. Desde entonces Frida aparecía y desaparecía por toda la casa cuando le venía en gana: al salir de la ducha, mientras cocinaba, interrumpiendo mis lecturas, junto a mi cama un día cualquiera a las 4 de la mañana, tendiendo la ropa, el día de mi cumpleaños para felicitarme... y así, semana tras semana, nos hacíamos compañía mutuamente. Nos hicimos íntimas, tal vez por eso me contaba secretos de su relación con Diego Rivera, al que añoraba en el más allá. Le gustaba especialmente que yo organizara fiestas de disfraces porque podía aparecer libremente sin que nadie se sorprendiera y compartir horas de tertulia con mis amigos. Uno de esos días, mientras me dibujaba un retrato, dijo: “presiento, mi querida inglesita, que dentro de poco tu vida va a dar un vuelco… va a llegar tu propio Diego y te abandonaré para que puedas ser feliz”. No le hice mucho caso y nuestra relación siguió como si nada durante algunas semanas… ella continuaba asustándome sin querer cuando aparecía en los momentos más inesperados, pero se lo perdonaba todo, porque gracias a una antigua receta de su familia aprendí a cocinar el guacamole cada vez mejor. 

Una tarde tras uno de nuestros juegos, no fui capaz de encontrarla por ningún lado. Pasaron las horas, los días, las semanas… y yo echaba de menos poder hablar con ella. Lo curioso es que un buen día, un timbre lo cambió todo. Corrí a la puerta imaginando que sería ella, que por fin había descubierto la forma de presentarse ante mi como toca, pero no… era un chico alto, con aspecto desaliñado y barba de tres días, que me miraba a través de unas gafas de pasta y cuyos labios carnosos bailaban al decir: “Hola, soy tu nuevo vecino. Vivo en la puerta de enfrente. Me llamo Diego… sólo quería presentarme” Y por un momento, durante una milésima de segundo, pude ver por encima de su hombro que Frida me guiñaba un ojo antes de desaparecer para siempre.

martes, 1 de noviembre de 2011

Rue leon youhaux

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ilustración y texto a cargo de Sandra Martínez


Lucía el sol en cielo de aquella ciudad gris, mientras ambos cuerpos yacían bajo aquella buhardilla, y sus muslos y sus rostros acariciaban las sábanas.

Dos tazas de café para comenzar el día, y unas cuantas muecas de Marine al sorber aquel líquido caliente que encendía su cuerpo y le dejaba sin fuerzas, ahogándose de placer tendida sobre el parquet.
Él seguía entre las sábanas, rehusando levantarse, con los brazos sobre los ojos, mientras la carne se adhería ante aquel falso calor.
Porque había anoraks rojos por las calles y bufandas largas, pero el sol  era un mentiroso desde aquella habitación. Mientras tanto, allí dentro había remilgos sobre la mesa, croissants recién comprados y las pestañas entrelazadas, el amanecer había comenzado a nombrarlos.


Rue Leon Jouhaux, perpendicular de Quai de Valmy, y ella acariciando las verjas del edificio amarillo, de ventanas juntas y cortinas corridas.
Doce, catorce, dieciséis.
Viento entre las mangas de las cazadoras y el sol clavándose en sus espaldas.
Dieciséis, catorce, doce.
Cortinas corridas y ventanas juntas del edificio amarillo al que ya no le acariciaba las verjas, et accueil nouveau!


Pelaba Marine las remolachas a la espera del agua, del cazo, del vapor, mientras él quitaba el carrete, y les disminuía el estómago y se les agrandaba el corazón.
Cortaba el repollo y lo hervía a fuego lento , ella mujer de cabello recogido, torso firme y manos delicadas, cuyo retrato yacía sobre las manos de él,  sonriendo en la habitación contigua.
Sopa rusa sobre los cuencos y muchachos con hambre para vidas hambrientas.
Y distancia que descansaba sobre la mesa al terminar.
Mientras el silencio que trae el mediodía sonaba, como lo hacían las caricias entre sus cuerpos, desnudos sobre las sábanas.


Poca luz. Solo el color rojo asomando bajo la puerta, la diferencia entre la oscuridad total y la capacidad de revelarse está descrita en esta habitación que contiene a partes iguales silencios ciegos y amor. Magia y carretes apilados. Fotografías empapadas recién colgadas. A secar.

-¿Y se seca el amor? – preguntó ella sumergiendo otro papel.
Ellos lo hacían y jugaban con él mientras mezclaban líquidos y revelaban la tristeza de cada rostro.


Ahora está reflejado el de Marine y la tristeza la puede.
Sorbe el café y está amargo, más, mucho más que bajo aquella buhardilla en París. Y hace muecas hasta que la tormenta llega, y caen las lágrimas de sus ojos ,inertes, pálidos, poniéndolo todo perdido.
Y a cada trago más amargo el café, y a cada año más triste…

Y es que el amor necesita de tiempos y de habitaciones oscuras para completar sus ritos.