lunes, 18 de abril de 2011

Rue Henri Monnier







fotografías a cargo de Sofía Haltrup
texto a cargo de Silvia Guerrero Rosa

vida creada para Laura Cuerva Sinde

De pequeña jugaba a pegarme los dedos con una mezcla minuciosa de la leche que mi madre calentaba en un hornillo defectuoso y el azúcar que, casi como con vida independiente, se escapaba tropezando con una cucharilla invisible justo al filo de la taza. Pocas cosas se mantienen tan inamovibles en el recuerdo como la cotidianeidad de la infancia, ahora alcanzo a comprenderlo. Vuelvo a la casa donde huele a leche a las diez cuando ya es de noche y el azúcar sigue, con sus vaivenes de exilio, al borde de la misma cuchara. “Lo sabes, Laura –me digo-, también los fantasmas te persiguen por todos los entresijos de tu experiencia”. Y es cuando entiendo que este insomnio no dista tanto de aquel alféizar de la rue Henri Monnier donde yo también conciliaba la noche de París en un tazón lechoso y dulce, que estaba lejos de recordarme, allá por entonces, a esta casa donde fui niña. Desde aquel Hotel París tracé conquistas con un dedo señalando en la ventana: aquel ático, nº 23, donde yo plantaría los brotes de las plantas que mi madre cuidaba con el mismo instinto profesado en mi persona, donde leería el mismo verso corto de aquella antología poética para disfrutar en el transporte urbano, mientras una rodaja de limón flotara a la deriva en uno de esos tés que huelen mejor de lo que saben. Sabía que viviría en aquella casa. Y un año después aquel ático fue mío. Es curioso como “saber” y “sabor” comparten algo más que la misma raíz en su etimología: un té, por ejemplo.
Desde el otro lado de la calle pinto la habitación desde la que dibujé este ático. En el Mercado de Saint Ouen una mujer, cada domingo, mientras le sirvo su café, me encarga un cuadro de un paisaje cotidiano. No es difícil pintar el dintel de la puerta del segundo piso (habitación 314, lo recuerdo), pero en esa arruga del labio de la anciana que se asoma, reside la felicidad de saberse humano, estoy segura. Como aquel día de las fotos en el parque de hojas secas: aquel niño saltando charcos era la persona más sabia del mundo. Pero también la mayor premisa de un fotógrafo es no llevar su cámara en el momento preciso y así sucedió el día en que los ojos de Daniel se cruzaron en el metro. Creo en un cúmulo de causalidades, por eso Daniel fue la “casualidad” que aquella tarde tranquila, sin mucha clientela en el bar, irrumpió en esa nube de concatenaciones del destino. A Daniel le gusta encontrar su reflejo en el agua a medida que se asoma por los puentes que burlan al Sena. Disfruta fotografiándome justo en el momento en que hago una foto. Las fotografías. Mamá dice que ella prefiere recordar los momentos tal y como los ve su mente a través de los años, pero yo le digo que algunos detalles se nos escapan. Todo en la vida huye de manera más o menos precipitada, pero el hecho de que aquella tarde Pierre se detuviera a ver las fotos de la colección “Rostros de a pie”, que yo por entonces colocaba junto a mis cuadros, es un signo indiscutible de que las excepciones más insignificantes confirman las reglas más poderosas. Cada vez más galerías de la ciudad quieren albergar esas caras parisinas que hablan sólo con sus muecas y esta ciudad cobra vida por sí sola. Lo sé y no me arrepiento: cada vez París es más maravillosa.

6 comentarios:

Federico Calabuig dijo...

¡¡Qué fotos más geniales!!

:D

Maga* dijo...

Muchísimas gracias (_:

cris argüelles dijo...

geniales las fotos. encajan perfectamente con el texto :)

Sofía Haltrup dijo...

Me encanta como ha quedado el texto Silvia! :)

Unknown dijo...

preciosísimas fotos y fantástico texto...

Blowing in the Cierzo dijo...

me encanta el estilo de sofia con la camara!!!
somos seguidoras vuestras OF COURSE!!!
MUUUUA

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